Siempre me ha preocupado mucho el impacto del lenguaje en la realidad y mi ya larga experiencia como psicoterapeuta sólo ha refrendado esa inquietud. Las palabras y, más precisamente, los significados que de manera por lo general poco consciente les atribuimos, no sólo pretenden representar la realidad y así poder manejarla simbólicamente, sino que poseen un impacto muy profundo en la forma en que gestionamos y damos forma de hecho a esa realidad. Lenguaje y realidad se construyen mutuamente, en reciprocidad. Transformar nuestros conceptos, nuestra forma de hablar, y las creencias y valores que conectamos con esas palabras, es una manera poderosa de alterar la experiencia que vivimos y el mundo que desarrollamos.

Reflexionar inquisitivamente sobre nuestros conceptos, concienciar las creencias con que los conectamos, las imágenes mentales que nos evocan, las sensaciones que derivan y las consecuencias que generan es un profundo y necesario ejercicio de meditación y de análisis, del que dependen nuestra libertad y nuestra felicidad personal y global. Los propios conceptos de libertad y de felicidad deben ser sabiamente diseccionados y reconstruidos para que puedan ofrecer sus mejores resultados posibles, porque es mi impresión que están banalizados y despotenciados. Pero nuestra educación y nuestra cultura no invitan a la introspección, al cuestionamiento de raíz, a detener la mirada interior y exterior en silencio, ni a la formulación tranquila de preguntas relevantes.

Adoramos las respuestas, las soluciones, la claridad, la prontitud y los trabajos acabados. Nos aferramos más a las respuestas que a las preguntas, y planteamos las soluciones antes de comprender la naturaleza de los problemas; pero una mente que tiene más respuestas que preguntas es siempre una mente peligrosa, y una solución apresurada sin comprensión solo puede amplificar los problemas y crear otros nuevos. Somos expertos en crear problemas porque estamos obsesionados y apresurados con solucionarlos.