En los inicios de mi vida profesional trabajé en un centro de servicios sociales, y una de las tareas a las que más me dediqué fueron las escuelas de padres. Allí empecé a comprobar que quienes de un modo más claro y necesario hubieran requerido aquellas sesiones eran justamente los padres que nunca asistían.
Desde aquellas primeras experiencias, esa ha sido una constatación repetida: entre las personas más fuertemente necesitadas de terapia, de acercarse a determinados libros o aprendizajes, de cambiar hábitos, así como entre las más fuertemente necesitadas de corregir la alimentación, de hacer ejercicio, etc. se encuentra la mayor proporción de personas poco o nada receptivas a ello.
Aunque lo anterior es un hecho usualmente muy frustrante y objeto de batallas por parte de su entorno, resulta algo completamente lógico, incluso obvio: si estas personas están cerradas e instaladas en lugares erróneos y dañinos es, precisamente, porque no poseen la conciencia clara de esos desvaríos, e inconscientemente necesitan proteger sus percepciones y “estatus quo” (quizá incluso hacer apología de ello con una fuerte carga de “seguridad”) para no desmoronarse psicológicamente.
Es uno de los motivos importantes por los que, en términos demasiado frecuentes o generales, el ser humano solo aprende de verdad en los extremos del sufrimiento, cuando se encuentra absolutamente entre la espada y la pared.
Parece que nuestra estructura psicológica nos aboca a realizar los grandes cambios no cuando es conveniente, sino solo, si acaso, cuando es absolutamente irremediable. Aun así, entre la espada y la pared, constantemente las personas nos clavamos la espada, porque dejar morir nuestro orgullo y mecanismos de defensa psicológicos puede resultar más inasumible que dejarnos morir por completo.
Esto va en la misma línea, solo que menos clarificador de quién decide cuanto tú decides.