¡Con cuánta frecuencia se habla de la delgada línea que separa al odio del amor! ¡Con cuanta frecuencia la ruptura de las relaciones lleva a auténticas batallas y desprecios! Creo que lo que cuesta aceptar es que en tales casos nunca hubo realmente amor. Tal vez querías, deseabas, te gustaba mucho, necesitabas, te hacía sentir especial… Todo eso que define a los caprichos superlativos a los que normalmente llamamos amor.

Pero el amor real es imperecedero, porque es prácticamente incondicional, porque, como en el amor a un hijo a pesar de sus desmanes, normalmente se forja con lentitud hasta que queda integrado en tu propio yo. Por muchos motivos puede llegar a su fin la cotidianidad compartida, la pragmática más o menos cotidiana de un intercambio, pero donde hubo amor no puede dejar de haberlo.  Los amores se acumulan, se suman, crecen, pero nunca se sustituyen.

Amar es difícil, inusual y nunca excluyente. Tal vez por eso en el mundo hay tantos vacíos de amor, tanto conflicto, y tanto sufrimiento. Porque para amar de verdad a otras personas hay que conseguir eso en lo que solemos mostrar tanta torpeza y desvarío: has de desprenderte de tu ego siempre tan vulnerable, has de permanecer siempre incondicionalmente enamorado de ti mismo, has de ser amor. No hay nada cursi en ello. Es la vilipendiada esencia de la vida.