La historia de la hipnosis clínica, como tantas otras historias en el desarrollo del conocimiento, puede ilustrar adecuadamente cuáles son los requisitos que, en cuanto al rigor científico, me parece que ha de tener el profesional de la psicología.

En el siglo XVIII un tal Franz Mesmer produjo efectos y curaciones aparentemente milagrosas en multitud de personas, aplicando unas varillas que, según él, canalizaban sobre los individuos una energía curativa universal que se encontraba en el ambiente. Los efectos eran reales, la explicación de esos efectos, en cambio, se fue descubriendo posteriormente que era por completo absurda, y que todo se debía a mecanismos de sugestión mental, esto es, a los efectos de las expectativas sobre el organismo. Considerar que la aplicación de una técnica se justifica simplemente por su eficacia resulta bastante peligroso, y en un caso como este podría implicar, por ejemplo, el enriquecimiento de los magnetizadores y la venta masiva de varillas, en lugar del aprendizaje masivo en el uso correcto de los ciertos recursos curativos que todos tenemos.

Es absolutamente preciso diferenciar lo que ocurre, de cómo y por qué ocurre, y solo el rigor en la investigación científica puede clarificar algo así. Una cosa es que determinado procedimiento produzca efectos beneficiosos y otra, muy diferente, la explicación causal que se da a esos efectos, en lo cual debe buscarse el rigor que permite depurar y optimizar la aplicación del procedimiento, así como evitar usos malsanos del mismo.

En el lado inverso podría mencionarse la manera en que las instituciones académicas y la ciencia oficial han criticado y despreciado, durante décadas, el uso en psicología y medicina de las técnicas de sugestión e hipnosis, catalogándolas como falsas terapias sin fundamento, sin efectos reales ni duraderos, y como cosa propia de charlatanes. El problema es que estos supuestos charlatanes (que en muchos casos lo eran) obtenían con frecuencia resultados que no conseguían los métodos oficiales, la gente seguía buscándolos y el abismo se abría más, pues al haber un desprecio al estudio científico de tales procedimientos, estos seguían en el catálogo de la superchería y en el dominio de los especuladores que se atribuían poderes especiales. Afortunadamente, en las últimas décadas las técnicas de sugestión e hipnosis experimentaron una gran pujanza en investigación, se desvelaron sus mecanismos, se depuraron los procedimientos y, actualmente, forman parte integral del conjunto de recursos con que cuentan los terapeutas bien formados. Lo que se consideraba un tratamiento no basado en la evidencia lo era, sencillamente, porque fallaban los criterios de lo que se consideraba evidencia científica, por la rigidez de los modelos de investigación clínica y por las políticas de poder que siempre se dan en el campo de la ciencia.

Creo que lo que nos enseñan historias como esta es la necesidad de que los profesionales clínicos nos movamos en un difícil equilibrio:

Por un lado, es preciso el rigor científico, seguir modelos de cuestionamiento e indagación que permitan desentrañar los ingredientes activos de lo que en verdad está funcionando, y renunciar a las actitudes especulativas y pseudocientíficas que tanto proliferan en el campo de lo psicológico, y que hacen de nuestra profesión un vivero de supercherías varias a las que, lamentablemente, se apuntan muchos profesionales titulados. Por otro lado, cualquier profesional “de la calle” sabe que, cuando hay presión por resolver problemas, los procedimientos validados por la ciencia oficial se quedan a menudo muy cortos, pues el método científico va siempre por detrás de la realidad y no siempre es capaz de alcanzarla (especialmente de la realidad psicológica), así que se hace comprensible cierta apertura a nuevas experiencias y vías para profundizar en el conocimiento de la práctica clínica.

El cientifismo nos vuelve rígidos e ineficaces, y nos sume en una especie de nueva religión o doctrina que no admite cuestionamiento más que dentro de sus propios parámetros metodológicos, los cuales en verdad no dejan de ser cuestionables, de estar sujetos a ciertos criterios políticos y a una necesaria evolución epistemológica. Por su parte, el “todo vale con tal de que funcione” nos convierte en especuladores, manipulables o manipuladores, propicia el asalto de charlatanes con pobre capacitación e impide un verdadero progreso del conocimiento y un servicio de calidad a quienes lo necesitan.

El rigor no puede ser rigidez, la flexibilidad no puede ser dispersión; una mente rigurosa no ha de confundirse con una mente cerrada, ni una mente abierta ha de confundirse con una mente desparramada. El equilibrio dinámico siempre ha sido un importante y difícil requisito vital, y desde luego una necesaria actitud profesional para no profundizar en un descrédito, quizás ganado a pulso, que ya aflige demasiado a nuestra profesión.