Son muchos los importantes pensadores e investigadores, como es el caso de mi afamado colega Steven Pinker, que afirman con numerosos datos supuestamente demostrativos (Pinker, 2018) que, en realidad, la especie humana disfruta ahora de mucho mayor bienestar que en cualquier otro momento de nuestra historia, y que por tanto el progreso en general, y el crecimiento económico de mano de la ciencia y el humanismo han aumentado de forma indudable nuestra felicidad. Es cierto que el mundo vive globalmente menos violencia manifiesta, más control de las enfermedades y más disponibilidad de alimentos que en nuestra historia anterior. Pero este es un buen ejemplo de cómo los datos evidentes no tienen por qué estar necesariamente ligados a conclusiones evidentes, especialmente cuando solo se observa una parte de los datos y se obvia una adecuada visión sistémica en el espacio-tiempo, lo cual sería inherente a una correcta aplicación de la ciencia. Desgraciadamente, esta tampoco está exenta de contaminación ideológica y doctrinal, y suele verse aún más comprometida con el poder que con el conocimiento. Como mínimo, propongo tres elementos que cuestionan seriamente la conclusión. En su sesgo y falta de atención sistémica, los defensores del progreso y el crecimiento económico experimentados como catalizadores de nuestra felicidad pasan por alto, o minimizan absolutamente, algunas preguntas y cuestiones que, sin embargo, pueden ser de profunda relevancia:

En primer lugar, ¿qué debemos considerar más determinante a la hora de tomar decisiones sobre el diseño de nuestros sistemas de vida? ¿Aquello que consiga aumentar al mayor nivel de vida posible al mayor número de personas, o aquello que reduzca al mínimo posible el número de personas que viven por debajo de un nivel de dignidad?; esto es, ¿se trata de que haya más personas felices en el mundo, o de que haya el menor número de personas envueltas en sufrimiento? Cuando se trata de valorar el sufrimiento y la desgracia humanas, es planteable si los números absolutos no son más importantes que los números relativos, que los porcentajes. Es decir, supongamos que cuando había un millón de habitantes en toda la Tierra, hipotéticamente un 30% de esa población, unos 300.000 humanos, vivían de manera mísera y desgraciada; y supongamos que con siete mil millones de habitantes ese porcentaje de indignidad, gracias al progreso, se ha reducido a un 10%. Eso significaría que hay 700 millones de personas con altos niveles de sufrimiento. ¿Es ese 10% una mejora real sobre el otro 30%? Según se mire. La cuestión demográfica introduce aquí un factor fundamental al que volveré a referirme más adelante, y no deja de ser algo también fuertemente espoleado por el progreso y el crecimiento económico. Pero lo cierto es que los porcentajes no sufren, sufren las personas. Y generalmente no se toma en cuenta que el propósito más sensato y realista no puede ser aumentar la felicidad, sino reducir el sufrimiento en el mundo. ¿Por qué? Porque, en virtud de nuestras contrastadas limitaciones psicológicas y biológicas naturales, sabemos que es posible aumentar los momentos puntuales de placer, pero no es posible aumentar nuestros topes de la experiencia global de felicidad; sin embargo, sí es mucho lo que se puede hacer para reducir el sufrimiento de tantos seres humanos individuales (Argyle, 1992; Eid y Larsen, 2018).

En segundo lugar, aumentar hipotéticamente el número de personas felices no implica de forma lógica reducir el número de seres que sufren. No solo una cosa no lleva necesariamente a la otra sino que, precisamente, y dado que los límites geográficos y energéticos del planeta se acercan en último término un juego de suma cero, a menudo lo necesario es que una cosa ocurra a costa de la otra; frente a esto, en sus premisas, la doctrina económica capitalista o economía basada en el crecimiento ha de obviar la finitud del planeta y confiar ciegamente en la capacidad de la ciencia para encontrar nuevos materiales y energías altamente eficientes que permitan seguir creciendo y creando más pastel para casi todos. Durante los siglos XVIII y XIX las jerarquías socio-económicas de Norteamérica, particularmente del sur, vivían con altos estándares de riqueza y calidad gracias a la esclavitud de la minoría negra, aunque, frente a lo que se suele pensar, no solo los negros sufrían la esclavitud, sino también personas de raza blanca de baja clase social. Generalmente, ser paria propicia la situación de esclavitud mucho más que el color de la piel. Lo cierto es que, a lo largo de la historia, prácticamente todos los imperios florecientes se han basado en mano de obra esclava de forma más o menos manifiesta. ¿Qué legitimidad y licitud queremos otorgarle a eso? ¿Se puede afirmar sin más paliativos que, gracias a la esclavitud, esas élites vivían mejor y eran más felices que en otros tiempos? De modo similar, muy buena parte de eso que llamamos nuestro elevado nivel de vida actual ocurre, necesariamente, a costa de someter a una vida mísera a buena parte de la población mundial, en tanto que en nuestro planeta de límites geográficos, materiales y energéticos finitos no son posibles nuestros estándares de vida en el primer mundo sin la existencia de un tercero utilizado como mano de obra barata, proveedor de materias primas y vertedero de los desechos más contaminantes. Más adelante profundizaremos en la justificación de esta afirmación que alude al carácter piramidal de nuestro modelo económico. Pero, además, en función también de la sensibilidad y dignidad que queramos otorgar a otras especies animales, cabe preguntarse cuán lícito es sostener determinado nivel y modo de vida a costa de estar provocando la sexta extinción masiva de especies, a costa de la dominación y eliminación en su casi totalidad de cualesquiera otros seres vivos que no sirvan a los intereses de nuestra gastronomía o de nuestra diversión. Pero este tipo de animales que incluso han proliferado para formar parte de nuestra gastronomía, suelen vivir además confinados en condiciones de indudable sufrimiento emocional (sí, sabemos que resto de los mamíferos y aves también experimentan emociones y sufren de maneras muy similares a los humanos). En definitiva, como mínimo hay que dejar de lado toda consideración ética al respecto para afirmar, sin más, que ahora vivimos mejor que nunca. Las afirmaciones acerca del progreso como propiciatorio de una mayor felicidad de la especie humana están, además de distorsionadas y sesgadas, fundamentadas en una visión antropocéntrica del mundo lícitamente cuestionable.

En tercer lugar, considérense los siguientes ejemplos: Podríamos tener un grupo humano que se dedica a consumir estupefacientes, como es el caso de la cocaína, y como resultado de ello vive en la fiesta continua y desarrollando un gran rendimiento; a base de psicodélicos, otra comunidad puede ver estimuladas sus facultades creativas e imaginativas; y un grupo de deportistas puede aumentar poderosamente su rendimiento y obtener importantes éxitos gracias al consumo continuado de anabolizantes y otras sustancias dopantes. ¿Podemos afirmar sin tapujos que estas personas son más felices, creativas y fuertes gracias a tales consumos? Afirmar que sí sería de un simplismo y falta de visión sistémica profunda, pues supondría perder de vista el efecto cortoplacista de ese bienestar, y la manera en que con una mirada temporal más amplia están destruyendo su organismo y gestando una segunda mitad de su vida de probable penuria. No es meramente una cuestión ideológica. El ejemplo es relevante si consideramos que la humanidad lleva mucho tiempo de fiesta, a base de «esnifarse» el medio ambiente en todas sus formas, contaminándolo y destruyéndolo masivamente por tierra, mar y aire, y profundizando así en un proceso de colapso ecológico y civilizatorio cuya tremenda factura solo puede seguir aumentando drásticamente con la dirección actual. La factura cuando las cosas vienen mal dadas, por supuesto, nunca en la historia ha sido pagada fundamentalmente por las clases más pudientes y enriquecidas. La fiesta se acaba esencialmente para todos los demás, que son las mismas mayorías que pagan los platos rotos. En palabras de Y. Noah Harari (2017):

“La humanidad se encuentra trabada en una carrera doble. Por un lado, nos sentimos obligados a acelerar el progreso científico y el crecimiento económico. En la actualidad, 1.000 millones de chinos y 1.000 millones de indios quieren vivir como los norteamericanos de clase media, y no ven ninguna razón por la que tengan que poner en suspenso sus sueños cuando los norteamericanos no quieren dejar de poseer vehículos todoterreno y centros comerciales. Por otra parte, debemos ir al menos un paso por delante del Armagedón ecológico. Gestionar esta doble carrera se hace más difícil con cada año que pasa, porque cada paso que acerca a los habitantes de los suburbios de Nueva Delhi al Sueño Americano también hace que el planeta se aproxime más al borde del precipicio.

La buena noticia es que durante siglos la humanidad ha gozado de una economía en crecimiento sin caer presa de la debacle ecológica […]. Sin embargo, el éxito futuro no está garantizado por alguna ley de la naturaleza. ¿Quién sabe si la ciencia podrá salvar simultáneamente a la economía de congelarse y a la ecología de hervir? Y puesto que el ritmo no hace más que acelerarse, los márgenes de error son cada vez más pequeños. Si previamente bastaba con inventar algo sorprendente cada siglo, en la actualidad necesitamos encontrar un milagro cada dos años […].

Demasiados políticos y votantes creen que mientras la economía crezca, científicos e ingenieros podrán salvarnos siempre de la catástrofe […]. ¿Cuán racional es arriesgar el futuro de la humanidad a partir de la suposición de que los científicos de mañana harán algunos descubrimientos desconocidos? La mayoría de los presidentes, los ministros y los directores ejecutivos que dirigen el mundo son personas muy racionales. ¿Por qué están dispuestos a jugársela de este modo? Quizá porque no creen que se están jugando su propio futuro… Los ingenieros todavía podrán construir un Arca de Noé tecnológica para la casta superior, al tiempo que dejarán que miles de millones de personas se ahoguen. La fe en esta Arca de alta tecnología es en la actualidad una de las mayores amenazas al futuro de la humanidad y de todo el ecosistema. A la gente que cree en ella no se la debería poner a cargo de la ecología global, por la misma razón que a la gente que cree en un más allá celestial no se le debería proporcionar armas nucleares”.

En definitiva, bastante más importante que el hecho de estar bien o mal son las cuestiones acerca de cómo y por qué se está bien, o cómo y por qué se está mal. Y ello introduce una complejidad nada obvia en el asunto.