Cuando de alguna manera pierdes a una persona amada, sigues mirándola por siempre con el ojo de tu mente. Y entonces, como quien observa la inmensidad del mar, puedes poner el centro de tu atención en ese plástico o en esa mancha de petróleo que flota contaminando el agua, y sentir la rabia y la impotencia por toda la belleza que perdiste. O tal vez resuena aquella discusión, aquel mal gesto, el último periodo de la enfermedad, el momento del abandono… Piensas entonces en esa persona y sólo puedes llorar, y sentir debilidad y tristeza por todo lo perdido, por todo el arrepentimiento y todo lo que has dejado de tener de la manera en que una vez lo tuviste.

Pero también puedes mirar la inmensidad del mar y apreciar la mágica belleza del océano. Sí, esa mancha o ese plástico están flotando ahí, pero son algo pequeño, breve, insignificante, y eliges que esa contaminación no perturbe el disfrute de seguir en contacto con tantas experiencias valiosas, con tanto amor, con tanta dicha compartida, para sentir entonces el agradecimiento por todo lo que durante años has tenido y disfrutado. Puedes elegir mirar y disfrutar el inmenso océano de sentimientos, memorias y enseñanzas que una persona amada ha dejado en tu interior, y sonreír, y sentir más fuerza y ternura cada vez que vuelves a sumergirte en él, en ese lugar íntimo donde nada ni nadie podrá jamás arrebatártelo.

Qué mejor homenaje a algún tipo de amor perdido que recordarlo para crecerte y sentirte más fuerte. Qué triste traer su recuerdo para inundarte de debilidad.

Ese es el proceso.