A tenor de los cambios culturales y de modo de vida en general, cada época histórica presenta una dominancia diferente de determinados problemas psicológicos, y para los profesionales que llevamos mucho tiempo ejerciendo, como es mi caso, se hace evidente en la propia experiencia esta evolución en cuestión de décadas.
En los últimos tiempos detectamos una abrumadora cantidad de dificultades derivadas del infantilismo que domina en los adultos: muy baja tolerancia a la frustración, dependencia, indecisión e inseguridad general, ilusionismo y cortoplacismo, motivaciones débiles… Los adolescentes y los jóvenes han de tener la necesidad y la motivación de cambiar de etapa y convertirse en adultos, pero cada vez hay menos motivos para que el adolescente quiera salir de su adolescencia. Ni esa adultez ofrece, en general, horizontes especialmente atractivos y esperanzadores, ni supone importantes ventajas para ellos a ningún nivel. Por ejemplo, hace algunas generaciones tenías que madurar y cambiar de fase para poder acceder a un dinero suficiente que te permitiera hacer cosas como salir, viajar, tener una moto o un coche, etc., para poder acceder al sexo libremente, para disponer de tu tiempo sin restricciones y controles horarios, para acceder a tu propia casa o espacio personal… En la actualidad, es usual que una enormidad de jóvenes ya disponga de su propio espacio (su impenetrable habitación) con amplias prestaciones y entretenimientos, de amplias libertades horarias y de todo tipo, de comunicación ilimitada, de sexo asequible, de cierta solvencia económica, etc.
¿Para qué encarar los costes de una nueva etapa de retos y responsabilidades si las ganancias apenas son tales? No es un favor que se les hace, sino una profunda lesión en su equilibrio y fortaleza emocional. No se trata de que vivan mucho mejor que antes, sino de que no se les ayuda a crecer y desarrollarse, de que se evoluciona desde unos errores con ciertas consecuencias patológicas hacia otros errores con otras consecuencias patológicas diferentes. Toda la historia transcurre penduleando de extremo a extremo, de sesgo en sesgo y, así, de un desequilibrio a otro.
Muchos padres siguen teniendo en su mente la idea de que han de procurar básicamente que sus hijos sean felices, y pierden de vista que su principal misión educadora no es esa, sino facilitarles recursos para que puedan seguir siendo lo más felices posible el resto de su vida. La mente cortoplacista de los padres provoca la mente cortoplacista de sus hijos.
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