Desde nuestros primeros años de vida crecemos envueltos en un modelo de cultura y pensamiento que nos orienta a priorizar el logro de resultados en todos los ámbitos. Llegamos de un examen y nos preguntan en primer lugar si nos ha salido bien, si creemos que vamos a aprobar o qué nota sacaremos, pero no si hemos estado tranquilos y concentrados, o si hemos puesto lo que realmente sabíamos. Llegamos de jugar un partido y nos preguntan cómo ha quedado el marcador o si hemos marcado algún gol, pero sólo en segundo término si hemos disfrutado, si nos hemos esforzado bastante o cómo ha ido la relación con los compañeros. Fruto de su propio adoctrinamiento, nuestras familias nos transmiten desde muy pequeñitos que la cosa más importante y apreciada son los resultados de nuestras conductas, pero no tanto las conductas mismas y las experiencias vividas. La propia existencia de los exámenes desde edades tempranas es una expresión de nuestra estructura y cultura resultadista.

A lo largo de todo nuestro desarrollo y en todos los contextos ésta sigue siendo la pauta dominante y la fuerte creencia transmitida: “oriéntate a los resultados de tu conducta, pues esto es lo que importa y lo que será fundamentalmente apreciado y valorado”. Las conductas en sí, los valores que éstas reflejan (esfuerzo, responsabilidad, compromiso, honradez, sinceridad, etc.) son lo teóricamente más importante, pero en la práctica lo más desatendido y relegado. Todo se acepta finalmente si el resultado es bueno, pero el sentimiento de fracaso se instaura aunque la acción haya sido correcta si el resultado no lo es: “Estudié bastante y disciplinadamente pero suspendí el examen, así que probablemente me sentiré bastante peor que si no fui adecuadamente disciplinado y responsable pero las circunstancias o el don natural me permitieron aprobar”. “Corrió a enorme velocidad con el coche y sufrió una gran multa económica, pero si se dio el resultado de atropellar a alguien entonces habrá cárcel duradera, pues la suerte en el resultado marca la diferencia incluso en nuestra estructura jurídica”.

Una vida que prioriza de hecho los resultados de nuestras conducta sobre el valor de la conducta misma, una vida orientada por metas, es una vida abocada al miedo y a la ansiedad, puesto que todo ello trata de objetivos fracasables, es decir, objetivos en mayor o menor medida susceptibles y propicios para el fracaso, en tanto en cuanto los resultados nunca dependen enteramente de uno mismo, sino también de aspectos de azar, de la naturaleza, de las demás personas y de nuestras capacidades innatas. Los únicos objetivos no fracasables, plenamente controlables por el ejercicio de autorresponsabilidad, son los objetivos conductuales. Si, acorde en este caso a mis valores de responsabilidad, el objetivo fundamental es estudiar X horas diarias para preparar una oposición, nada me impide hacerlo, salvo mis propias dudas motivacionales con el objetivo; pero el resultado de aprobar será de ese modo sólo probable, nunca seguro. La realización de mis objetivos conductuales, autodependientes, no fracasables, es sin embargo lo único capaz de garantizar una satisfacción básica, un sentimiento personal de congruencia y un estado de paz interior por no haberme fallado a mí mismo, con independencia del resultado (y ése es un fundamento de la felicidad, muy por encima de la manida y tendenciosa autoestima).

La única manera sólida de despejar el temor al fracaso es crear una cultura orientada por valores, es decir, por objetivos no fracasables, de conducta, frente a esta cultura de metas o resultados, que viola ya de entrada los principios básicos del aprendizaje instrumental (reforzar o penalizar la acción, no los resultados de la acción). No se trata de intentar creer absurda y falazmente que si queremos podemos, y que todos podemos alcanzar el éxito de los resultados si nos rompemos el cuerpo y la cabeza lo suficiente. Esto viene muy bien a ciertos sistemas, pero tremendamente mal a nuestra salud física y emocional.

Vinculado estrechamente con esto, aludimos repetidamente a la importancia de la esperanza. La encantadora esperanza, si bien tiene un valor motivacional y emocional claro, lo tiene en su mayor medida porque vivimos en esta cultura de resultados, y por ello esa motivación tiende a diluirse al ritmo en que se diluye la esperanza de alcanzarlos. “Nunca pierdas la esperanza”, nos dicen. Una frase bonita pero propia de la pseudo-psicología de consumo rápido que impera en nuestros días. Como terapeuta tengo amplia experiencia con el peligro y el dolor que genera el intentar aferrarse a algo así en multitud de engañosas situaciones. Necesitamos imperiosamente aprender a aceptar el fracaso en todo lo que es, nos guste o no, fracasable. Una cultura, una vida orientada fundamentalmente por valores, por el valor de ciertos patrones de conducta y actitud que definen esos valores, una vida orientada por objetivos no fracasables, plenamente autodependientes, no desdeña la importancia de los resultados, pero les otorga un lugar secundario. En este caso, la clarificación consciente de los propios valores y el compromiso coherente con los mismos se convierten en el motor de nuestra vida. La coherencia es por ello bastante más importante que la esperanza. La esperanza puede ser frágil, y en ella siempre anida el miedo; la coherencia tras un proceso de revisión consciente de los valores guía es difícilmente abatible, y el primer fundamento de la paz interior y de una vida libre de miedo.

Y habida cuenta de que el asunto de la elección y forja de los valores personales no es algo meramente opinable y relativo, sino que existe una serie de valores fundadamente mejores que otros para sustentar una vida más feliz individual, general y sosteniblemente, toda esta cuestión debería ser objeto de profundización y transmisión a través del viraje hacia un necesario, radicalmente necesario nuevo paradigma de educación y de cultura en el mundo.