Cuando alguien me llama para que le ayude a dejar de fumar, mi primera prescripción telefónica como condición para establecer nuestra cita inicial es que lea, de manera detenida y reflexiva, el famoso libro de Allen Carr Dejar de fumar es fácil… si sabes cómo. Considero que es lo mejor que se ha escrito a nivel de autoayuda para abandonar el hábito de fumar, y no contiene ni una sola técnica, sino una acertada discusión que desmonta todas las creencias falsas con las que los fumadores fundamentan su hábito, ayudando así a que toda la motivación psicológica para esta adicción se diluya. Al dar la prescripción, son bastantes las personas que me dicen que hace algún tiempo empezaron a leerlo, pero que lo dejaron antes del final, y algunos añaden la excusa de que no sentían que les ayudara. Entonces suelo “adivinarles”, con su avergonzado asentimiento, que ese no fue el verdadero motivo sino que, más bien al contrario, lo abandonaron porque sentían que si se adentraban en el texto hasta el final iban a tener que dejar verdaderamente de fumar.
Este ejemplo real ilustra a las claras una constante contradicción que se observa en las personas que dicen buscar algún tipo de cambio personal significativo a nivel psicológico. Es algo que he explicado e ilustrado con cierta amplitud en mi libro Adicción al Pensamiento: El hecho de que las personas pidamos ayuda para cambiar no implica que exista una motivación congruente hacia ese cambio, sino que con extraordinaria frecuencia se busca más bien alivio, consuelo o ratificación para hacer algo más llevadero el supuesto problema, y así poder seguir conservando la mediocre comodidad que les otorga su hábito (conductual o emocional), por pernicioso que este resulte.
La mediocre comodidad a la que me refiero, al margen de otros posibles beneficios secundarios que dependen de cada caso, tiene que ver de forma general con nuestra profunda necesidad natural de seguridad psicológica. El popular dicho de “más vale malo conocido que bueno por conocer” lo expresa con contundencia. La fuerza de la costumbre (incluso la costumbre del estado depresivo, del hábito dañino, de la preocupación, o de lo que sea) echa su raíz en la poderosa atracción por la familiaridad de todo lo conocido, en tanto en cuanto nos ofrece una cierta sensación de seguridad (este es el motor fundamental para forjar una identidad), y todo cambio psicológico significativo, aunque sepamos teóricamente que es a mejor, implica un cierto duelo, una cierta muerte psicológica, y un temor a la incertidumbre y a lo desconocido. Estos factores implican un freno por lo general bastante subconsciente que boicotea de continuo, con todo tipo de excusas y despistes, los esfuerzos y las prescripciones para el cambio. La mayor parte de las resistencias al cambio de las personas no son una cuestión primariamente de técnicas o estrategias, sino de conflictos o incoherencias motivacionales y de los frenos así sostenidos por sus autoengaños (inconscientes por definición), que un terapeuta debe identificar y sortear de alguna manera.
A sabiendas de esto, cuando escribía “Adicción al Pensamiento” ya tenía la previsión de que sería un libro para minorías y que, como efectivamente ocurre, muchos lectores lo dejarían a medio, o lo leerían de forma rápida y sin involucrarse en su dimensión más práctica y transformacional. Y no por la dificultad de su lenguaje, que no es tal, sino por su profundidad e incisividad hacia el cambio, el mismo que teóricamente incluso pueden buscar las personas que se acercan a él. Cuando en el ámbito de la psicología se quiere escribir un posible superventas es preciso asumir que tiene muchas más probabilidades si se trata de un texto que procure más complacencia, agrado, comodidad, ratificación o “maquillaje” que verdadero poder de transformación.
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