De un tiempo a esta parte viene resonando en los medios de comunicación la necesidad creciente de una mayor atención a la salud mental. Por fin empieza a hablarse más abiertamente del disparatado índice de suicidios, de cómo se disparan en los niños y jóvenes las depresiones y la ansiedad, del crecimiento alarmante de determinadas adicciones, de tantas afecciones médicas que vienen agravadas por el estrés y los problemas emocionales… Incluso se habla de la existencia de una auténtica pandemia de problemas mentales. El debate se viene centrando básicamente en la falta de recursos públicos en cuanto a los servicios de psicología y psiquiatría, para atender con un mínimo de calidad y prontitud todas estas situaciones que se nos van de las manos.

Como psicólogo clínico que “pulsa la calle” a lo largo de treinta años de experiencia, no puedo estar más de acuerdo con la afirmación de estas carencias y necesidades, y por tanto, con el reclamo de recursos mucho más potentes para la atención profesional de todo este tipo de situaciones. Pero me preocupa seriamente la manera en que parece escindirse la salud mental de todas las estructuras y situaciones que la sustentan o la derriban, y cómo, de esta manera, pareciera que la salud mental es una cuestión de desequilibrios y carencias individuales que requieren en esencia más terapias y atención especializada. Lejos de ello, lo cierto es que las causas de cualquier problema siempre son sistémicas, multifactoriales, y por tanto no puede haber soluciones reales que no sean también de ese tipo. ¿En verdad creemos que podemos separar la salud mental de las personas de sus situaciones económicas y laborales, de las condiciones sociales en las que habitan, de las presiones culturales que reciben? ¿Podemos esperar niños emocionalmente sanos si apenas tienen ocasión de disfrutar de entornos naturales, si les resulta casi imposible salir a jugar libremente a la calle sin control o supervisión paterna (so riesgo de atropello, secuestro u otros peligros varios), si tienen completamente a su alcance maquinitas, sustancias y juegos adictivos que superan su capacidad de aurorregulación, si pueden aislarse en sus habitaciones y cada vez es más difícil pasar tiempo compartiendo con sus mayores, si les ofrecemos una relación cada vez más virtual, si están rodeados de un bombardeo publicitario, y si cada vez se les dibuja menos esperanzado el futuro y la expectativa de que sus esfuerzos sirvan para algo? ¿Podemos esperar adultos emocionalmente sanos cuando corren tras un poco de tiempo libre, cuando a duras penas pueden obtener un techo, cuando la inseguridad laboral aprieta, cuando se hace prácticamente imposible salir de nido familiar hasta edades muy avanzadas…?

Se ha hablado mucho acerca de cómo la pandemia ha contribuido a aumentar los problemas psicológicos de la gente, pero la pandemia no puede considerarse mucho más que la guinda nefasta de un gran pastel de causas sociales, económicas, educativas y culturales que no son precisamente algo nuevo, que siempre han sido inevitablemente imperfectas, pero que no evolucionan precisamente en una dirección que contribuya al equilibrio emocional de las personas, a la reducción global del sufrimiento. Los profesionales de la salud mental no podemos ser los que arreglemos las ruedas y el motor roto de las personas para que vuelvan contentas a carreteras llenas de piedras y clavos. ¿Tenemos que ayudar a las personas a que soporten mejor el dolor del látigo, o a que se alejen del látigo? ¿Y cómo hacer tal cosa cuando no se vislumbran alternativas?

Es muy humano, y muy fatídico, buscar soluciones simples a problemas complejos, de un modo equivalente a como sería pretender abordar la delincuencia solo con recursos policiales y medidas educativas. Como si cualquier cosa estuviera separada de todas las demás. Pero es que meter mano a las causas reales de los problemas supone algo tan descomunal como remover los cimientos de nuestros modos de vida, en todos los planos, e incluso en todos los lugares. Y a ver quiénes y cómo empezamos a ponerle el cascabel al gato.