Un artículo extenso para quien desee una comprensión desarrollada de la «conceptopatología», el término con el que bauticé el capítulo de inicio de mi libro Adicción al Pensamiento (2011 y 2016).

 

Los conceptos son construcciones, representaciones o mapas mentales de alguna cosa, hecho, cualidad, experiencia o situación… Se trata de representaciones subjetivas y, en mayor o menor medida, intersubjetivas, esto es, compartidas por una comunidad en aras de configurar una representación más o menos común de la realidad y un lenguaje unificador. Las palabras no son sino las etiquetas con las que expresamos, simbolizamos y activamos esos conceptos. El tremendo poder de las palabras viene dado por el hecho de que activan en nuestra mente esas representaciones, que conforman nuestra realidad subjetiva e intersubjetiva. A diferencia de otros animales, el ser humano habita no solo una realidad física, tangible y biológicamente configurada, sino también en una realidad simbólica, conceptual y puramente ficticia en tanto que construcción mental.

El gran poder de nuestros mapas mentales viene dado no solo por el hecho de que permiten guiarnos de un modo más o menos adecuado y funcional por la realidad que pretenden representar, sino también por el hecho de que, a diferencia de un mapa geográfico, en enorme medida contribuyen a construir, modificar y determinar esa realidad, en un auténtico proceso interactivo. Se trata de algo así como si la red de carreteras del estado se viera progresivamente modificada de alguna forma cada vez que los propios mapas de carreteras son rediseñados. Esta es una diferencia crucial entre un mapa geográfico y un mapa mental: los primeros permiten que nos guiemos más o menos útilmente por el territorio que representan, mientras que los segundos no solo permiten tal cosa, sino que determinan fuertemente la transformación del propio territorio, de la realidad física. El elemento común y nuclear de cualquier representación, no obstante, es facilitar un funcionamiento operativo, adaptativo a las necesidades de las personas que usan esa representación. Esto ya pone de manifiesto cómo la adaptación, a diferencia del mero amoldamiento o acoplamiento, es un proceso bidireccional. Y justamente ahora estamos cuestionando un concepto, el de adaptación. Estoy proponiendo que la adaptación no solo hace referencia a un proceso de ajuste al entorno en que vivimos, sino que también incluye las transformaciones que imprimimos a ese entorno. Nuestro juego dinámico entre amoldamiento y transformación puede ser más o menos adaptativo, esto es, más o menos propicio para la satisfacción adecuada y duradera de nuestras necesidades, y así para la reducción del sufrimiento. Si podemos acordar en que, trascendiendo a los propios conceptos, este es el fin último al que se deben, y por tanto lo que determina su mayor o menor pertinencia, tendremos un punto nuclear desde el que pivotar. Ello determinaría, por ejemplo, la comprensión de que a veces los más adaptativo en nuestra relación con el entorno es, precisamente, procurar de forma decidida ciertas modificaciones de ese entorno, así como lo más adaptativo dentro de un espacio que arde es, según el caso, alejarse de ese espacio o hacer esfuerzos para apagar el fuego.

Con el ejemplo anterior ilustro la manera en que confundir adaptación con amoldamiento o conformismo, pongamos por caso, puede ser realmente limitante y peligroso, pues derivaría, irónicamente, en un concepto muy poco adaptativo de la adaptación. ¿La adaptación es lo que yo digo porque estoy en posesión de la verdad? A los conceptos, como he pretendido explicar, no les corresponde ser verdaderos o falsos, sino ser útiles, funcionales, operativos para resolver las dificultades y satisfacer las necesidades, y es esto lo que determina su valor. Por definición, los conceptos que manejamos y con los que pensamos no son verdaderos ni falsos (tal cosa corresponde a los hechos, y no a sus representaciones), sino adaptativos o desadaptativos, y el grado de conexión que tengamos con tal discernimiento determina por completo la libertad y la flexibilidad con que manejamos y ajustamos nuestros pensamientos, nuestras representaciones conceptuales. El hecho es que, si bien las explicaciones anteriores pueden parecer una obviedad, en la práctica el ser humano suele estar muy lejos de vivir con ese discernimiento, y por tanto con esa libertad interior. Cuando un psicoterapeuta como yo atiende a un paciente, la tarea consiste precisamente en identificar ciertos aspectos ampliamente desadaptativos de su sistema conceptual en los que está atrapado, y así, de su marco de percepción y reacción ante ciertos aspectos de la realidad, para a través de una serie de estrategias introducir modificaciones más adaptativas en su realidad subjetiva y en su manera de relacionarse consigo mismo y con su entorno.

      Los conceptos, como representaciones mentales o unidades de conocimiento, están formados por entramados más o menos complejos de creencias y valores que definen el concepto mismo y su relación con otros elementos del mapa mental. Decir que habitamos un mundo conceptual supone reconocer que vivimos en un mundo de significados, de creencias, en continua interacción con el mundo fáctico y material. Este mundo fáctico y material es una realidad de primer orden, y determina cosas como que, si caemos al vacío desde un precipicio, moriremos con total independencia de cuáles sean nuestras formas de pensar. Pero el ser humano habita, además de en esta realidad primaria, en una realidad subjetiva, que viene dada por su particular representación o mapa de la realidad, por su sistema conceptual, su estructura de creencias y significados. Así, por ejemplo, tal como se ha demostrado repetidamente a través del estudio de las profecías autoconfirmadoras, si un profesor conceptualiza a un alumno como potencialmente torpe e incapaz, ya sea que ello se corresponda o no con la realidad primaria de tal alumno, propiciará de forma poderosa el fomento efectivo de la incapacidad y torpeza del mismo, al suscitar espontáneamente de muchas maneras un tipo de percepción, trato y atención hacia el alumno que lo orientan en ese sentido, y confirmando o rigidificando así las propias creencias a modo de bucle cerrado. Y aún cabe hablar de una realidad intersubjetiva, compuesta por los elementos compartidos entre nuestras diferentes subjetividades, por los mapas comunes que posibilitan la comunicación y la cooperación entre individuos, y que conforman la cultura de una comunidad. También, en tal sentido, los desarrollos culturales, las realidades intersubjetivas que mantenemos, tienen una función de adaptación mejor o peor lograda. Como norma general es fundamental apreciar que las mejores representaciones subjetivas e intersubjetivas, las que poseen un mayor poder adaptativo, son aquellas que resultan más completas y matizadas, en tanto que posibilitan el mayor número de opciones de respuesta. A mayor cantidad de opciones, mayores posibilidades de adaptación. Esto da cuenta, por ejemplo, de cómo cualquier sistema de creencias, como puede ser una determinada ideología política, moral o referida a cualquier aspecto de la vida cotidiana, es siempre parcial por definición y presenta limitaciones claras en su propósito de representar la realidad a la que alude, pues constituye, de forma inevitable, una representación más o menos sesgada y fragmentada del sistema completo con el que se conecta.

Consideremos ahora un ejemplo simple como puede ser el concepto de “mesa”, que en este caso alude a un sencillo objeto físico con el que convivimos de forma habitual. Cuando escuchamos o leemos esta palabra, se activa automáticamente en nuestra mente una representación más o menos consciente de la misma, pero es muy importante apreciar que diferentes personas conceptualizarán la mesa de maneras diferentes, representándose en su mente mesas de distintas formas, materiales y tamaños. Es probable que lo anterior no genere ningún problema importante de comunicación, pero el concepto de mesa no alude tan solo a este tipo de características o propiedades, sino también a otras que tienen que ver con su supuesto uso y utilidades. Para algunas personas, el concepto de mesa está acotado como superficie elevada sobre la que depositar objetos de distinta índole, pero en su representación no se contemplan opciones inusuales, y sin embargo posibles, como un campo de juego para el ping-pong o una estructura para crear una tienda infantil de juegos, pongamos por caso. Estos ejemplos ilustran tipos de respuestas a la pregunta ¿y qué otra cosa diferente, qué más podría ser una mesa? Se trata de una manera un tanto creativa de conceptualizar la mesa que amplía sus posibilidades en función de distintas necesidades o apetencias, y que no todas las personas tienen una rápida y fácil capacidad de generar, pues se mantienen atadas a un concepto tradicional y habitual que las limita. Pero si bien todos asumimos como un ejercicio valioso el desarrollo de nuevas posibilidades, de usos y significados creativos para los objetos que nos rodean, no suele existir este tipo de flexibilidad y libertad creativa cuando se trata de conceptos más complejos y no necesariamente referidos a objetos materiales: ¿Qué otra cosa diferente, qué más podría ser o significar el respeto, la libertad, la nación, el matrimonio, el estado, etc.? Del mismo modo, aferrarse a la idea de que conceptos de esa índole no pueden ni deben ser maleados creativamente en función de las necesidades y de las posibilidades adaptativas, sería tan rígido y limitante como empeñarse en que de ninguna manera una mesa puede ser una estructura para tienda de campaña, porque entonces ya no es una mesa y queda corrompida. Los niños que podrían ocasionalmente disfrutar del juego resultarían bastante frustrados. Equivale a olvidar que son objetos o conceptos que hemos creado nosotros, y que por tanto pueden ser cualquier cosa que queramos que sean, según la definición que les otorguemos y las creencias o premisas que les adjuntemos. Consideremos así un ejemplo más abstracto como el concepto de depresión psicológica. Usualmente la depresión se conceptualiza teóricamente como un problema biopsicosocial, pero en esencia se percibe y se trata como una enfermedad o trastorno, lo cual determina un tratamiento farmacológico habitual y un acercamiento al tema desde una perspectiva individual o familiar, según un modelo curativo. Pero, ¿cómo sería si conceptualizáramos la depresión como un problema fundamentalmente social, más que como una enfermedad, de manera similar a como solemos conceptualizar la delincuencia, o la mendicidad? En tal caso, el nuevo significado para este término tendría implicaciones prácticas como unos sistemas de investigación y de prevención más orientados hacia las estructuras y dinámicas sociales, económicas, educativas, legales… frente a la consideración de que se trata de algo que está estropeado en el individuo y que requiere un mero reforzamiento o reparación personal. ¿Qué consecuencias prácticas podría tener una reconceptualización de este tipo en la prevalencia y gravedad del sufrimiento por depresión? La depresión es lo que queramos definir por depresión, pero la cuestión central es que no todos los significados van a tener las mismas implicaciones.

Es usual que cuando discutimos sobre el significado de un comentario, o de un texto, pasemos demasiado por alto el hecho de que, si bien compartimos un vocabulario y unas reglas idiomáticas, con toda probabilidad no compartimos plenamente los significados de ese vocabulario, los conceptos que se activan en nuestra mente al emplear y escuchar las palabras. Creemos estar hablando de la misma cosa o experiencia cuando difícilmente las representaciones que hay en la mente de cada interlocutor son iguales, y a menudo pueden ser muy diferentes, e incluso ocasionalmente opuestas. En el mejor de los casos compartimos vocabulario, el etiquetaje de los conceptos, pero estamos lejos de compartir los conceptos mismos que etiquetamos. El resultado son los inevitables problemas de comunicación y entendimiento que a menudo nos resultan inexplicables, porque asumimos erróneamente que hemos entendido lo que la otra persona intenta transmitir, o que ella está entendiendo igual que nosotros lo que le transmitimos. En definitiva, nuestro lenguaje conceptual puede resultar extraordinariamente problemático no solo porque constituya para nosotros un mapa demasiado limitante de la realidad, sino también por el hecho de que creemos compartir los mapas en mucha mayor medida de lo que realmente lo hacemos. Imaginemos que un grupo de matemáticos experimentados se reúnen para discutir sobre los teoremas y formulaciones más complejas de su campo de conocimiento, pero pasen por alto el hecho de que puedan existir errores o limitaciones en el propio sistema numérico de base que utilizan; o que un grupo de avezados lingüistas asuman que parten del mismo alfabeto cuando en realidad no lo hacen, o incluso haciéndolo, que no se percaten de que podrían crear un código lingüístico de base que enriqueciera de manera importante las posibilidades comunicativas. En tales casos, podría parecer un absurdo y un tema ya superado que alguien diga algo como “un momento, antes de iniciar el debate y la investigación, propongo que explicitemos y consensuemos claramente nuestro sistema numérico, o nuestro alfabeto básico”. Sin embargo, no deberíamos estar tan seguros de los cimientos de nuestra construcción. El problema de no hacer tal cuestionamiento, examinando crítica y creativamente nuestros conceptos básicos, es que podemos construir toda una enorme estructura lógica asentada sobre un absurdo, o sobre una parcial y limitada posibilidad, y así, de forma lógica, inteligente y correcta llegamos a conclusiones y lugares erróneos y limitantes, por no trabajar hondamente en las premisas. Es frecuente de este modo que se llegue a conclusiones descabelladas a partir de razonamientos correctos e inteligentes, y que personas bien capacitadas intelectualmente se dirijan (o nos dirijan a todos) con gran eficiencia hacia el desastre. Esta es la condición y gran peligro de nuestras premisas, que suelen funcionar en un terreno implícita e incuestionadamente asumido, de manera generalmente muy inconsciente y escurridiza al análisis y al debate. Las personas pueden prestarse con relativa facilidad a considerar la posibilidad de cambiar el color de las paredes de su casa, o de derribar o colocar un tabique, pero es mucho más complicado hablar de cambiar los cimientos. Complicado y desestabilizador.

Habitamos el mismo planeta, pero no el mismo mundo, pues este es en gran medida un mundo mental. Cada persona, grupo o tipo de comunidad suele pretender que su mundo mental sea la medida y molde del mundo global. ¿Podemos perfeccionar y consensuar conceptos? La dificultad es de tal grado como que ello implica, en definitiva, consensuar creencias y valores. Reformar nuestros conceptos implica reformar nuestra vida, el mundo en el que vivimos, desestabilizar nuestras estructuras mentales, quitar el suelo bajo nuestros pies.

A resultas de todo lo anterior, los conceptos que implícitamente asumimos en nuestra vida pueden tener un valor más o menos adaptativo y funcional, o más o menos disfuncional y patológico. Por eso, en mi libro Adicción al Pensamiento (2011 y 2016) no es casual que el primer capítulo esté dedicado precisamente a cierta discusión de lo que he llamado conceptopatología, la asunción de ciertos conceptos que actúan como auténticos virus mentales con un poder más o menos lesivo, igualmente sometidos a un proceso de contagio, y a una necesidad de curación y de prevención.

Conviene notar cuáles serían las características fundamentales de los conceptos saludables:

  1. En primer lugar, tal como ya vengo destacando, el elemento crucial es su funcionalidad y poder adaptativo. Las demás propiedades de los conceptos saludables están, de hecho, en función de esta condición primaria. El aspecto básico para que una representación mental sea adaptativa es que nos mantengamos conscientes de que se trata de una representación y de una creación propia, y no de una realidad primaria impuesta. Un mapa ha de guiarnos apropiadamente por el territorio al que se refiere, pero dejaría de hacerlo en el momento en que lo confundamos con el territorio mismo, y en el momento en que dejáramos de actualizarlo y detallarlo. Nuestros conceptos son herramientas, instrumentos de la mente, y están al servicio de nuestras necesidades, de la reducción del sufrimiento, de la mejor adaptación posible. Conservar cierta libertad, flexibilidad y creatividad en la construcción de nuestros pensamientos, emociones y relaciones con los demás y con el mundo requiere de ese discernimiento de un modo muy vívido, y no solo como una comprensión teórica o intelectual. En Adicción al Pensamiento lo expresé así:

“Un canario enjaulado es plenamente libre para moverse dentro del espacio de su jaula, y del mismo modo las personas somos libres para movernos dentro del marco de nuestras creencias y condicionamientos. No podemos ver y sentir más allá de los límites que imponen nuestro lenguaje, nuestras creencias y nuestros hábitos de acción, de emoción y de pensamiento, más allá de los límites que impone la estructura y dinámica misma de nuestro ego, que suele ser tremendamente hábil en su mutación de apariencias (nuevas creencias, nuevos mapas mentales…) cuando se trata de sobrevivir. Y solemos creer que decidir dentro de esa jaula es la libertad […] Libertad no es romper la jaula, sino mantenerla abierta y saber usarla; libertad es aprender a vivir en este mundo de reglas, símbolos y significados, sin pertenecer a él; la libertad empieza aprendiendo a utilizar el pensamiento en todas sus formas, sin ser adictos y esclavos de él”.

  1. En segundo lugar y al servicio de lo anterior, los conceptos han de ser evolutivos y adecuadamente dinámicos, deben poseer la capacidad de mutar, de transformarse adaptativamente en función de las situaciones, las épocas, las circunstancias y las necesidades vigentes.
  2. Han de poseer una buena ecología sistémica. Ningún concepto vive aislado, sino que forma parte de un gran mundo o entramado conceptual. Los conceptos, las creencias, los significados funcionan en red, y el valor adaptativo de cada elemento no puede evaluarse separado de la buena armonía y congruencia con el sistema. La interacción funcional con otros conceptos que le son relevantes en cada caso es crucial.
  3. Ocasionalmente requieren un alto nivel de consenso en la comunidad. Si bien esto no es importante siempre para todos los conceptos que manejamos, se vuelve determinante para su funcionalidad cuando se trata de conceptos relevantes en el diseño de nuestras realidades intersubjetivas, como por ejemplo los conceptos de nación, justicia, educación obligatoria, sostenibilidad…

 

En el otro lado de la moneda, tenemos numerosas posibilidades para patologizar los conceptos y volverlos en nuestra contra. Distintos sesgos perceptivos e interpretativos, propios de las limitaciones y las necesidades de la mente humana que están más allá de una capacidad estrictamente intelectual, propician la creación de conceptos patológicos y la tenaz justificación y apego a ellos, aun cuando se ponga abiertamente de manifiesto el carácter disfuncional y, a menudo, incluso letal de esos conceptos. Baste pensar, tal vez en su extremo, en la inmolaciones y homicidios masivos que genera cierto concepto de Dios, o los suicidios y las lapidaciones que se suscitan por la culpa y la vergüenza que acompañan a la violación de ciertos conceptos morales.

Procedo a exponer aquellos atributos o características que otorgan un sentido disfuncional o hasta profundamente patológico a nuestros conceptos, según he podido identificar, y que lejos de ser excluyentes pueden y suelen solaparse en mayor o menor medida, resultar complementarios e interaccionar. Las distinciones y ejemplificaciones que hago a continuación tienen un propósito didáctico:

  1. Convertirlos en axiomas o principios.

Esta es la condición disfuncional básica y más habitual, pues convertir nuestros conceptos en axiomas o principios vitales supone ponernos al servicio de ellos, en lugar de mantenerlos a nuestro servicio. Si el axioma natural central es la funcionalidad, la adaptación duradera y la reducción del sufrimiento, entonces cualquier concepto, cualquier construcción mental ha de ser una herramienta o instrumento al servicio de ese principio. Invertir esta regla natural nos esclaviza a nuestras propias creaciones y en mayor o menor medida nos sume en alguna forma de sufrimiento, pues este se convierte para nosotros en una consecuencia inevitable de cómo creemos que son las cosas, en lugar de mantener la potestad de cambiar las cosas para paliar en todo lo posible el sufrimiento.

Cualquier concepto es susceptible de experimentar esta inversión de su valor en una persona determinada o en una cultura social. El concepto de Dios sería un ejemplo paradigmático de esta inversión, pues se trata de un concepto creado por el ser humano al que se le otorga la supuesta propiedad de crear al ser humano mismo bajo las propias reglas del concepto, es decir, la mente humana construye algo que llega a ser asumido como creador y rector de su propio constructor. Otro ejemplo histórico destacado es la manera en que cierto concepto sacralizado del honor ha generado todo tipo de disputas y conflictos, venganzas, e incluso duelos y homicidios. Pero el honor es una construcción puramente subjetiva cuya estricta definición y valor, al igual que el concepto de Dios, ha cambiado ampliamente a lo largo de la historia. Algunas personas tienen un concepto axiomático del trabajo, en cuya representación, además, puede estar asumida la creencia de que lleva aparejado inevitablemente el sacrificio, pues no se entenderá propiamente como trabajo meritorio en caso de no implicar sacrificio, sino incluso disfrute. En un caso así, está garantizada una vida de sacrificio. Pero, ¿por qué tendría alguien que someterse a un duelo a muerte por honor, o arrastrar de forma innecesaria una vida abnegada ante un trabajo sacrificado? El carácter axiomático de estos conceptos no aparece de la nada, sino que mentalmente se vinculan con aspectos muy nucleares para el individuo como sentirse una persona digna y valiosa (y ello llevaría a inquirir a su vez sobre el concepto de dignidad), o no sufrir la vergüenza del rechazo social generalizado cuando se trata de valores socialmente muy arraigados que condicionan el sentido de pertenencia (con una gran fuerza intersubjetiva). En casos así, el sufrimiento generado por la violación de sus conceptos puede percibirse como aún mayor que el sufrimiento que seguir estos conceptos genera, de la misma forma que, para una persona sumida en una honda depresión, el suicidio puede percibirse como menos malo que su propia existencia depresiva.

  1. La cosificación y rigidificación.

Los conceptos se patologizan cuando empiezan a convertirse en algo estático y casi inamovible, cuando en lugar de mantenerse como una creación o construcción que podemos remodelar en virtud de nuestros intereses, se cosifican y se vuelven rígidos. Llevado este proceso a cierto extremo, daría lugar a convertirlos incluso en principios vitales inamovibles, como indicaba en el punto anterior.

¿Qué es un rey?, ¿qué es la nación?, ¿qué es el matrimonio?… Estos conceptos, por ejemplo, han ido cambiado históricamente en cuanto a su significado, en cuanto a la estructura de creencias y valores que los define, pero esa transformación no suele ser sencilla ni estar exenta de conflictos, y por tanto no genera fácilmente consensos. Algunas personas consideran, por ejemplo, que el matrimonio implica necesariamente una unión legal entre personas de sexo opuesto, mientras que recientemente este concepto se va abriendo en la sociedad a la posibilidad de que incluya la unión entre personas del mismo sexo. ¿Por qué no podría ser también esto el matrimonio? La cosificación y rigidificación de los conceptos, como estructuras que “han de ser lo que hasta ahora hay definido que es y ya no pueden definirse de otro modo”, puede generar conflictos de gran virulencia cuando, especialmente, implican ajustes y cambios en el orden legal y normativo, pues ello requiere apropiadamente de gran acuerdo social.

  1. La parálisis.

Aunque la parálisis consiste en un tipo de cosificación o rigidificación, es una modalidad de la misma que distingo por su particular frecuencia e importancia. Me refiero con ello al fenómeno conocido en lingüística como nominalización. Nominalizar consiste en conceptualizar como un nombre o sustantivo (algo esencialmente estático) lo que en realidad es un proceso activo, una estrategia o un verbo, paralizando de este modo la dinámica consustancial al proceso.

Con todos los estados emocionales, tipos de experiencias subjetivas, procesos sociales, etc. cabe la posibilidad de caer en la nominalización, y es de hecho algo muy habitual. Volvamos al ejemplo de la depresión: la depresión no es algo que soy (“soy depresivo”) o algo que tengo (“tengo depresión”), sino más certeramente algo que hago (“me deprimo, desarrollo una depresión”). El problema, tal como se ha señalado ya, aparece cuando las distintas expresiones no son solo formas de hablar, sino que denotan un tipo de significado y vivencia diferente. Si conceptualizo la depresión, o la ansiedad, o la vagueza… como algo que está en la identidad de las personas, entonces la confianza en el cambio y el esfuerzo por él van a quedar fuertemente mermados. Si conceptualizo la depresión o la ansiedad como cosas que tengo, como quien tiene un grano o un tumor, entonces parece lógico necesitar a alguien o algo que me lo quite, ya se trate de un fármaco o de una persona que me haga algo ante lo que yo soy esencialmente pasivo y víctima. Pero si comprendo que depresión o ansiedad son nominalizaciones, que en realidad se trata de procesos que requieren una dinámica y que tienen una estructura o estrategia subyacente, entonces puedo tomar una actitud de investigación sobre ese proceso y hacer algo activamente por alterarlo, apareciendo preguntas como: ¿qué hago para deprimirme cuando pasa tal cosa?, ¿en qué aspectos me fijo?, ¿cómo reacciono, qué valoración hago de la situación, etc.? Esta comprensión y orientación es precisamente el fundamento de un buen proceso terapéutico.

Motivación, seguridad, rabia, alegría, pelea, etc. no son cualidades intrínsecas y estáticas de las personas, sino que se trata de nominalizaciones que paralizan la percepción de lo que en realidad son complejos procesos dinámicos que, aunque sea de manera muy poco consciente, las personas ponemos en marcha de manera activa. El problema no reside en usar estas palabras, sino en perder la conciencia de que son nominalizaciones.

  1. Darles poder explicativo.

Una de las cosas a las que contribuye la nominalización es a confundir el poder descriptivo de los conceptos con el poder explicativo. Si consideramos que alguien estudia o trabaja poco porque es vago, el concepto de vago puede convertirse en algo muy disfuncional cuando creemos que constituye una explicación causal de la ausencia de esfuerzo. Al renunciar a comprender el proceso y sus condicionantes, se asume que la vaguedad es una condición intrínseca definitoria de la persona, que explica por sí misma la falta de esfuerzo. Así que sabemos que una persona es vaga porque no se esfuerza, y creemos que no se esfuerza porque es vaga. En definitiva, otorgar a los conceptos un poder explicativo donde no pasan de tener una capacidad funcionalmente descriptiva, rompe esa funcionalidad y construye meras tautologías. Ocurre así también cuando decimos que alguien está triste porque tiene depresión o que se enfada porque es muy irritable, lo cual equivale a no decir nada, y sobre todo, a dejar de investigar las reales causas o explicaciones del hecho.

No solo las nominalizaciones más claras son susceptibles de confundir el poder descriptivo de un término con su poder explicativo. Los conceptos de bondad o de maldad, por ejemplo, están extendidos como supuestas explicaciones acerca de por qué las personas actúan de ciertas maneras. Se considera que muchas personas actúan de formas dañinas hacia los demás porque son malas o tienen maldad intrínseca, pero nuevamente esto es una clara tautología que no explica absolutamente nada y que establece etiquetajes simplistas para las personas, ofreciendo una ilusión de explicación. El centro de la cuestión estriba en apreciar que son términos descriptivos acerca de un tipo de comportamientos, pero que no aportan ninguna información real y útil acerca de la dinámica causal de esos comportamientos. Algo similar ocurre, por ejemplo, con el concepto de violencia de género o violencia machista, que se usa no solamente para describir o señalar la violencia que en el seno de la pareja ejerce el hombre contra la mujer, sino que se le otorga falazmente un poder explicativo, asumiendo sin fundamento que ello se explica por el mero hecho de ser mujer y existir una discriminación de género, del mismo modo que podría existir una discriminación por el mero color de la piel. De este modo, se obvia la adecuada atención a la complejidad y diversidad de causas que pueden explicar los mayores índices de violencia física del hombre contra la mujer en el seno de la pareja, y se dificulta así su resolución, confundiendo la cantidad o la estadística con la cualidad explicativa de esa cantidad. Se trata de una falacia interpretativa muy común en el campo de la pseudociencia: interpretar los datos de estudios simples que correlacionan variables como si fueran estudios experimentales o semi-experimentales, que por el contrario persiguen un adecuado control o manipulación de las variables en busca de las explicaciones causales. Esta misma falacia científica es la que sostiene el conocido chiste de que si me emborracho cada vez que tomo diferentes bebidas que contienen cubitos de hielo (ginebra, whisky, vodka, ron…), ello evidencia que el hielo ha de ser la causa de la borrachera. Algo semejante ocurriría en el caso del concepto de violencia racial si se considerara que este concepto explica toda o casi toda la violencia que, por ejemplo, ejercen las personas de raza blanca sobre las personas de raza negra, obviando que en una enormidad de casos la raza puede ser un factor más que secundario para esa violencia, y verse más bien explicada por otra diversidad de factores que no tienen que ver con la especificidad racial. En estos casos, un posible factor causal particular con un peso más o menos relativo anida en el concepto, pretendiendo cubrir falazmente toda la definición o la mayor parte de ella.

  1. Inconsistencia científica.

Confundir la descripción con la explicación, como en los ejemplos anteriores, es solo una de las formas en que un concepto puede estar aquejado de inconsistencia científica. La inconsistencia científica es un atributo disfuncional propio de todos aquellos conceptos que están poco apoyados por los datos y las evidencias más contrastables.

Si bien la validez científica no es una cuestión de todo o nada, sino que resulta algo siempre provisional y relativo a distintos grados de apoyo y controversia, algunos conceptos pueden tener un fuerte refrendo en los conocimientos mejor establecidos, y resultar así mapas bastante bien ajustados a la realidad a la que aluden. Por el contrario, otros conceptos perviven tenazmente en la mente de los “infectados” a pesar de tener sustentos científicos más débiles, o incluso a pesar de haber sido directamente bien rebatidos por los datos y los hechos más accesibles. Un ejemplo claro de esto es la propia conceptualización que los llamados terraplanistas siguen haciendo del planeta Tierra, como una gran estructura plana en lugar de cuasi esférica. Más frecuentemente, algunas personas pueden tener un concepto de la buena paternidad asociado a creencias o reglas como dar a los hijos todos los parabienes posibles, y evitar que lloren o sufran en cualquier modo. Dado que los conocimientos mejor establecidos sobre los tipos y efectos de crianza rebaten claramente estas consideraciones, podemos afirmar que tal concepto de la buena paternidad es científicamente muy inconsistente, y por tanto peligroso y lesivo. Este tipo de falacias y erróneas conceptualizaciones explican la manera tan habitual en que, en todos los ámbitos de la vida, las personas nos dirigimos hacia resultados desadaptativos y hasta opuestos a los buscados a pesar de las mejores intenciones.

Entre la enormidad de ejemplos que podemos encontrar de conceptualizaciones con gran inconsistencia científica, uno muy llamativo durante amplios periodos de la historia ha sido el concepto de homosexualidad, que ha sido asociado a enfermedad mental o incluso aberración natural, obviando que se trata de un fenómeno habitual en la naturaleza y que no cumple ni mínimamente los criterios de enfermedad (primariamente producir sufrimiento subjetivo a quien la padece, o secundariamente producir daño a terceros, como en el caso de la sociopatía). Lo señalo como ejemplo de la manera en que una condición que ha formado parte del manual diagnóstico de los trastornos mentales durante mucho tiempo, fue “curada” de un plumazo en el momento en que se produjo la decisión científica y técnica de sacarla de él. Las llamadas causas formales de un hecho, o en este caso de una enfermedad, aluden al impacto que sobre las experiencias tienen los propios supuestos y premisas de los investigadores o de las personas que abordan el hecho. Al cambiar las causas formales de la homosexualidad (sus supuestos básicos, su conceptualización), dejó de ser una enfermedad. Es algo similar a lo que hipotéticamente podría ocurrir en el caso de que, tal como anteriormente ilustré, la depresión pasara a considerarse estrictamente un problema social; o en sentido inverso, cabría la posibilidad de conceptualizar la mendicidad o la prostitución como trastornos o enfermedades, lo cual llevaría a cambiar de manera importante el abordaje que se hace de tales situaciones.

La inconsistencia científica de ciertos conceptos es a veces más escurridiza si no existe un conocimiento medianamente adecuado del fenómeno al que alude, por lo que podemos tender a creer que un concepto es simplemente lo que dice ser en su definición, en lugar de lo que necesariamente implica de hecho por el efecto de sus premisas. Este es por ejemplo el caso del concepto de libre albedrío, que se atribuye a los humanos pero no a otras especies animales. Aunque buena parte de la estructura de nuestra sociedad se fundamenta precisamente en este concepto, lo cierto es que la neurología y la psicología lo han refutado, y hoy día sabemos que no se trata en esencia más que de un mito que, entre otros efectos disfuncionales, puede provocar profundas carencias de empatía y actitud de real conocimiento sobre los mecanismos del comportamiento humano. La confusión central reside en que esta conceptualización se mueve en un terreno muy superficial, de manera que el libre albedrío, en todo caso, afecta solo a la punta del iceberg de nuestra conducta. Hasta cierto punto decidimos de manera consciente y razonada sobre nuestras decisiones y comportamientos, pero estamos muy lejos de decidir libremente sobre los deseos, emociones, motivaciones y algoritmos de razonamiento que fundamentan y dan lugar a esas decisiones, y que vienen determinados por nuestra estructura genética, físico-química, y de condicionamientos experienciales y culturales que actúan en planos normalmente inconscientes. El ser humano cree saber lo que quiere, pero normalmente sabe muy poco acerca de cómo y por qué quiere eso y no otra cosa.

Una inconsistencia científica bien camuflada se encuentra también en el moderno concepto de capitalismo verde, que supuestamente es una forma de desarrollar la esencia del modelo económico vigente en casi todo el mundo, el modelo capitalista, pero con principios de sostenibilidad ecológica. Científicamente, en cambio, es claramente incompatible en el largo plazo combinar un modelo que se define en su esencia por el crecimiento económico perpetuo, con la sostenibilidad ecológica y también con la energética, por lo que incluso con el mayor recurso posible a energías renovables o a procesos de economía circular, nunca podría ir más allá de ralentizar el proceso de colapso global al que un crecimiento económico imparable aboca al planeta. Las implicaciones lógica y científicamente predecibles y prácticas de las premisas que anidan en el concepto se vuelven incompatibles con la teoría del concepto mismo. Es algo similar a lo que ocurre con el concepto de feminismo: si bien en teoría se define como un movimiento por la igualdad efectiva de derechos y libertades entre hombres y mujeres, ello se hace incompatible de hecho con las implicaciones prácticas que se derivan de las propias premisas del movimiento, habida cuenta de su falta de soporte científico, a saber: la absoluta minimización del efecto de las diferencias psicobiológicas entre hombres y mujeres en la construcción de roles, habilidades y motivaciones (bien contrastadas por la psicología evolutiva, la biología y la antropología), y la asunción del subconcepto de patriarcado como sistema estructural histórico de dominación y abuso del hombre sobre la mujer, que sesga fuertemente los hechos y los datos históricos reduciendo los problemas ciertamente derivados del sexismo (roles diferentes para hombres y mujeres con ventajas y desventajas asociadas para ambos) a machismo, alumbrando solo una cara de esa realidad.

Es obvio que algunos conceptos perviven incluso de manera muy generalizada y arraigada a pesar de su fuerte inconsistencia científica, convirtiéndose no obstante en verdades culturales y mediáticas, lo cual ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad.

  1. La descontextualización.

Una manera particular de patologizar o volver disfuncional un concepto consiste en sacarlo del ámbito o contexto para el que ha sido diseñado y puede tener un valor funcional, y pretender aplicarlo a contextos diferentes en los que resulta más bien desadaptativo.

Un ejemplo muy claro de esto se da en el concepto de justicia. Si bien las personas hemos diseñado el concepto de justicia para un contexto artificial como es el jurídico, legal o normativo, resulta habitual perder de vista que fuera de ese ámbito no rige ni puede regir nuestra idea de justicia, sino otra diversidad de criterios y condiciones, por lo que al extender o generalizar el empeño de su aplicación a contextos de la vida cotidiana, de las relaciones y de los afectos, generamos un déficit en la actitud investigadora y comprensiva de las situaciones, y de este modo exigencias, enfados y presiones de distinta índole porque la realidad extrajurídica no se ajusta a nuestra particular concepción de lo justo, es decir, a nuestras particulares creencias o caprichos. Cuando, pongamos por caso, persistimos en la rabia e impotencia porque un accidente o una enfermedad sorpresiva acaba con la vida de un ser querido, o por la inesperada deslealtad recibida de una persona cercana, el concepto de justicia que anida en nuestra mente, y por tanto, la idea de que no hay derecho y se comete una gran injusticia con tal acontecimiento, puede estar haciendo una gran contribución a nuestra mal gestionada frustración, fabricando mucha más rabia de la que sería natural, en tanto que persistimos en la protesta por la violación de unos deseos que a los factores causales de la enfermedad, el accidente o la deslealtad, no les competen ni importan en absoluto, y que desde luego no son susceptibles de pleito, denuncia o sanción.

Otro ejemplo claro de descontextualización problemática suele darse con el concepto de fidelidad, cuando tratándose de una convención entre la pareja para no llevar a cabo de forma engañosa comportamientos de seducción o relación íntima con otras personas, en algunos casos se pretende aplicar esa misma regla en el contexto no solo de la realidad del comportamiento, sino también en el de la fantasía y el pensamiento. Dado que hasta cierto punto podemos restringir voluntariamente nuestro comportamiento, pero mucho menos nuestros deseos y fantasías, llevar el concepto de fidelidad a este ámbito de la privacidad mental supone el deseo y demanda de un imposible, con los consiguientes sentimientos inevitables de frustración, rabia o culpabilidad, y probablemente forzando a la pareja al engaño respecto a sus fantasías para evitar el conflicto y hasta la ruptura de la relación. Como vemos, en todos los casos se trata de conceptos que no se ajustan apropiadamente a los requerimientos de la realidad, o de ciertas parcelas de esa realidad, de mapas mentales que nos conducen hacia precipicios más o menos altos.

  1. Maximización o exacerbación (y minimización).

Maximizar consiste en intentar estimular o desarrollar una variable o elemento al mayor nivel posible. Cuando hablamos de exacerbar no implica necesariamente la maximización, pero en cualquier caso sí de llevar esa variable o elemento a un desarrollo excesivo. En cualquier caso, el problema de exacerbar o maximizar el cumplimiento y lealtad a un concepto es que atenta contra la necesaria ecología sistémica en la que ha de enmarcarse todo nuestro sistema conceptual y de creencias, pues exacerbar un concepto implicará necesariamente minimizar o infravalorar a otros por debajo del nivel de atención que sería adaptativo. Lo adaptativo dentro de un marco de funcionamiento sistémico, interactivo, siempre es la optimización, que implica un relativo equilibrio dinámico entre todos los elementos del sistema para asegurar el mejor funcionamiento global del sistema mismo. Por tanto, maximizar o minimizar atentan contra la optimización y contra la ecología sistémica.

Este problema suele darse de forma clara con ciertos conceptos usualmente considerados nobles y moralmente virtuosos, como por ejemplo el concepto de sinceridad. Si exacerbo mi sinceridad desatendiendo y minimizando demasiado otro concepto relacionado y pertinente como es la prudencia, puedo provocar daños innecesarios y en ningún modo ventajosos. Por tanto, sinceridad y prudencia son conceptos fuertemente relacionados que es preciso equilibrar de manera apropiada para que respondan satisfactoriamente a las necesidades que pretenden.

A nivel social es clásico el debate entre la igualdad y la libertad, así como entre la seguridad y el desarrollo, o entre la seguridad y la libertad… La apuesta exacerbada por cuidar alguno de esos valores, según el particular sesgo ideológico de los litigantes, podría atentar demasiado contra algunos otros, y de ese modo, en último término y tal vez en una perspectiva temporal, contribuir a la degradación de todos ellos. Perder de vista el funcionamiento necesariamente sistémico de nuestro sistema conceptual, y de los valores o necesidades que a través de él se pretende cuidar, es uno de los errores más habituales de la mente humana, debido a la predominancia de una visión fragmentada de la realidad.

La exacerbación conduce en ocasiones a una auténtica perversión y hasta inversión del concepto, como quien al acelerar demasiado solo consigue estrellarse y detener todo el movimiento. Es habitual, por ejemplo, una idea de la responsabilidad que aplasta el concepto de libertad, cuando en realidad son dos conceptos estrechamente vinculados en una fuerte interacción sistémica. En tal caso, la responsabilidad se confunde con obediencia o sumisión a los dictados y mandatos de alguna autoridad, perdiendo de vista así que, por el contrario, la responsabilidad va adecuadamente ligada a hacerse cargo de la propia libertad (aunque sea en el marco limitado de los condicionantes internos que hacen iluso el libre albedrío), y a la asunción de las consecuencias de los propios actos y decisiones. La responsabilidad, sin esa libertad respecto a presiones externas, es tan falaz y manipulativa como peligrosa es la libertad sin responsabilidad.

Algo similar ocurre con el concepto de respeto si no se equilibra adecuadamente con el de libertad, cuando se entiende simplistamente como no hacer o decir nada que puede dañar o incomodar a otras personas. Así entendido, el respeto conduce frecuentemente a la coacción, a la invasión sobre la libertad de los otros (paradójicamente, faltando entonces al respeto a esa libertad), pues implica responsabilizar a la otra persona de nuestras expectativas, deseos, debilidades o incluso patologías, y poder considerar entonces que esa otra persona nos falta al respeto cuando en uso de su libertad actúa de maneras que frustran nuestras expectativas y deseos, aunque en verdad no nos esté dañando de ningún modo concreto y tangible. Esto se ve claramente, pongamos por caso, cuando una persona celosa acusa a su pareja de falta de respeto porque viste con más escote del que a él le complace, o porque de vez en cuando toma un café amistoso con personas del sexo opuesto.

La empatía es otro concepto habitualmente malversado al no equilibrarse adecuadamente, en su comprensión y ejercicio, la atención y esfuerzo por comprender los sentimientos, necesidades y estructura psicológica de la persona con la que pretendemos empatizar, con la atención a nuestras propias necesidades, sentimientos y estructura (lo que podríamos considerar el concepto de conexión con uno mismo). Así, es muy frecuente la errónea conceptualización de la empatía como, simplemente, “ponerse en la piel o en los zapatos de otro”, lo que conduce a vernos arrastrados por una lástima debilitadora y disfuncional, a la falta de límites apropiados y a confundir la empatía comprensiva con la justificación y tolerancia de los comportamientos dañinos del otro.

  1. La imposición o la prohibición.

Ciertas propiedades anteriormente reseñadas de los conceptos patológicos pueden dar lugar, en último término, a una verdadera imposición en el cumplimiento o prohibición, según el caso, de estos conceptos, ya sea que se trate de una imposición/prohibición legal o simplemente moral, y así, en cualquier caso, bajo la presión de importantes sanciones administrativas o sociales. Cuanto más se pierde de vista el carácter utilitario de nuestros conceptos, y más se les atribuye el carácter de verdaderos o falsos, más justificable tiende a parecernos su imposición, y menos propensión existe al debate y al consenso como posibilidades para conducirnos por la vida. En el hecho de que exista una imposición o prohibición, más que un consenso, reside precisamente el aspecto patológico de esta característica. Aquí anidan, por tanto, unos conceptos de la verdad y la mentira que en lugar de quedar ceñidos a los hechos, como de forma pertinente les corresponde, se extienden de manera descontextualizada a los conceptos y las creencias que representan esos hechos, a los cuales les corresponde en cambio la funcionalidad operativa y adaptativa, y no la verdad. El mapa de carreteras no tiene que ser verdadero, sino útil. Dado que a priori no podemos conocer la verdad acerca de si el alumno supuestamente incapaz del que hablábamos más arriba, es verdaderamente capaz o no en su potencial, nuestra forma de conceptualizarlo como incapaz propende a verificar esa atribución, pero tal vez se habría mostrado capaz en caso de haberlo conceptualizado y tratado como tal.

El concepto de Dios, con todas sus implicaciones, vuelve a ser aquí un ejemplo claro de imposición histórica, bajo riesgo de hoguera, lapidación o exclusión social. Determinadas conceptualizaciones de rey o nación, pongamos por caso, también son buenos ejemplos de conceptos impuestos. En la época moderna vivimos algunos debates intensos a nivel social por los intentos de imponer o prohibir ciertos conceptos. El divorcio matrimonial pasó de conceptualizarse como algo tan antinatural y moralmente aberrante que estaba prohibido, a ser una opción habitual entre las parejas. Superado casi plenamente el debate del divorcio, en la actualidad el mundo afronta debates en torno a la legalización o no del aborto, o de la eutanasia, y en torno a las condiciones en las que hacerlo. Si conceptualizamos el aborto como el asesinato de un ser humano inocente, resulta lógicamente esperable la apuesta por su prohibición generalizada; si se conceptualiza como una libre decisión de los padres por otorgar vida a un embrión que aún no la tiene, entonces resulta claramente permisible su aceptación para quien así lo decida. El problema de algunos debates como este estriba en que requieren establecer ciertos consensos previos sobre cuándo empieza la autonomía vital y la cualidad humana del embrión, es decir, requiere encarar otros conceptos subyacentes que están en el entramado de creencias sobre el concepto de aborto, como son los conceptos de vida, autonomía, dignidad humana, asesinato…, y alcanzar un cierto consenso sobre ellos. Lamentablemente, cuando la ciencia no está cerca de dilucidar con claridad esas cuestiones, y por tanto la cuestión de la consistencia científica se mantiene en cierta nube, el tema persiste tenazmente en el terreno de lo debatible. El debate sobre el concepto de eutanasia, por su parte, parece más cerca de una resolución hacia su consentimiento, puesto que resulta más difícil para sus detractores establecer objeciones científicas medianamente sólidas que justifiquen bloquear la decisión consciente de la propia persona adulta que opta por poner un fin indoloro a su propia vida.

Finalmente, es claro que la imposición o la prohibición pueden estar fuera del terreno legal, pero mantener una tremenda fuerza moral en la sociedad de cara a la aceptación o a la estigmatización de las personas. Tal es el caso de un concepto como la infidelidad conyugal, que si bien no está legalmente penada en la mayor parte del mundo, tiende a considerarse un argumento potente para la descalificación moral y la repulsa social de quien la practica.

 

Es evidente que los conceptos pueden actuar en muchos casos como virus mentales con una auténtica capacidad pandémica, y con una variada capacidad lesiva para la vida de quienes los acogen, y también para la vida de terceros. Lamentablemente, la prevención y la cura no es nada fácil. No existe ninguna vacuna ni tratamiento particular demostradamente exitoso. Nada conocemos para paliar en cierto grado estos efectos que la educación para el pensamiento libre y crítico, pero ello requiere, a su vez, el potenciamiento de una mente no conceptual, capaz de trascender al propio pensamiento. Habida cuenta de que la libertad tal como solemos entenderla es un mito o ilusión, la paradoja es que solo podemos aumentar en cierta medida ese campo de libertad y posibilidades asumiendo su carácter mítico e iluso, para así fortalecer nuestro compromiso con el autoconocimiento, con mejorar la comprensión por parte de cada individuo de los resortes, características y debilidades de su propia mente, y aumentar la parte del iceberg mental que ponemos en el campo de nuestra conciencia. Una mente no conceptual, capaz así de manejar más libre y adaptativamente los conceptos que crea y acoge, es una mente que cultiva la actitud y la mirada meditativa, que se observa a sí misma y que contempla el mundo desde la fuerte autoconexión o reposo en sí misma, que aprecia el silencio y la quietud, que se vuelve esencialmente austera, desnuda de apego a necesidades creadas, y que de este modo se aleja de la mirada fragmentaria y fuertemente juzgadora, controladora y separadora propia del pensamiento conceptual. No encuentro mejor antídoto para la conceptopatología que la gran labor educativa consistente en trabajar por la comprensión de nuestra propia psique, no solamente en términos de hallazgos y verificaciones desde el ámbito de la ciencia, sino esencialmente desde el conocimiento y la comprensión individual y vívida por parte de cada uno de nosotros. Y esta orientación supone todo un completo salto paradigmático para nuestra vida.