Cuando cualquier individuo encara un proceso importante de transformación personal, ya sea a través de la terapia programada o a través de otras experiencias vivenciales más espontáneas, muy raramente no se hacen inevitables en el proceso ciertas dosis de dolor, esfuerzo y renuncia. Además, cuanto más profundo y estructural es esa transformación, mayor suele ser ese dolor, esfuerzo y renuncia que lleva aparejado. A esto hay que añadir las habituales y a menudo tenaces resistencias de ciertas personas del entorno que pueden no recibir de buen agrado esa transformación.

Este es un motivo central por el que las personas solemos tener tanta resistencia al cambio y, aun cuando se trate de algo que la propia persona implicada persigue de forma deliberada, aparecen diversos tipos y grados de autoengaño, olvidos, inconstancias, excusas y autosabotajes para eludir o suavizar esa costosa inversión que el cambio a mejor, globalmente a mejor, requiere. Ni qué decir entonces acerca de las denodadas resistencias que suelen aparecer cuando la persona sobre la que se pretende esa transformación no se la ha planteado clara y conscientemente como un objetivo (por ejemplo, el adicto que no reconoce abiertamente y no se plantea de forma honesta dejar su adicción, pero es presionado por su entorno para que lo haga).

Pues no es diferente a nivel social o comunitario, y por supuesto planetario. O a decir verdad, sí hay una diferencia: la resistencia y la dificultad se hacen aun más tenaces, habida cuenta de que resulta mucho más complicado generar una decisión consciente y coherente de cambio en una gran y diversa masa social que hacerlo a nivel individual. Cuando las cosas no funcionan bien desde la base, resulta inevitable que empiecen a darse síntomas imparables; por ejemplo, masivos, incontrolables y penosos movimientos migratorios a resultas de los colapsos ecológicos, hambrunas o guerras en muchas zonas del planeta. Pero cuando queremos introducir necesarios elementos en la terapia profunda del mundo, también va a resultar inevitable un buen grado de dolor y sacrificio, tanto más, cuanto más tarde y urgente se procura ese cambio; por ejemplo, el necesario viraje hacia energías renovables y básicamente limpias implica a estas alturas un gran colapso en el sistema económico, grandes reestructuraciones laborales, una reducción masiva de la movilidad, etc. En otras palabras, hagamos lo que hagamos, el dolor en distintas formas es inevitable, y las protestas, conflictos y resistencias de distinto tipo también. Pero como suelo decir en ocasiones a mis pacientes: “Si lo que tu curación requiere te parece duro y fastidioso, no lo hagas y verás lo duro y fastidioso que va a ser…”.

Dado que la mente humana está configurada con una tendencia natural hacia el cortoplacismo, hacia el egocentrismo y hacia la lectura más bien sesgada y simplista de los hechos (en un mundo primitivo, natural y poco poblado de cazadores-recolectores esto era fundamentalmente adaptativo), en general nos cuesta mucho entender de manera vívida que estar o sentirse bien no siempre es bueno, así como que estar o sentirse mal no siempre es malo, sino que resulta mucho más importante el discernimiento y la visión global acerca de cuál es en cada caso la estructura de ese bienestar o malestar. En otras palabras, suele costarnos mucho entender que el cómo y por qué estamos o parecemos estar bien es mucho más importante que el hecho en sí de sentirnos bien. Mucho del bienestar de que disfrutamos no es más que sufrimiento en formación, así como mucho del dolor, esfuerzo o sacrificio puede ser el puente inevitable hacia la reducción global y más duradera del sufrimiento. Una manera central de reducir ese dolor y de hacer algo más disfrutable el proceso pasa, precisamente, por mantener el contacto mental con la visión global, por nutrir la conciencia de cuándo se trata de transiciones a mejor, así como de la penuria creciente que implicará el resistirnos a ello.

Dado que este tipo de diagnósticos y de conciencia suelen requerir una comprensión bastante profunda y sistémica acerca de cómo funciona la realidad, a diario se desacreditan de manera simplista y encendida algunos atinados intentos de sanear nuestra existencia en el mundo, y abundamos en defender soluciones aparentemente lógicas y fructíferas que, en verdad, no lo son más que, por ejemplo, esa pastilla tranquilizante que se otorga a quien se queja de insomnio, porque demandar una serie de cambios que su vida diurna requiere para poder dormir plácidamente puede parecer bastante trabajoso, complicado o “aguafiestas”.