Aprecie el lector la imagen de presentación de este post, y dele mayor precisión a la vez que amplitud cambiando la expresión “calentamiento global”, que no es más que una parte del gran tiburón, por “colapso ecológico global”. Ahora nos estamos «atando los machos» ante lo que se evidencia urgente, pero el hecho es que el gran virus del colapso ecológico global es lógica y científicamente vaticinable desde que la humanidad se instala en un paradigma económico que obliga al crecimiento perpetuo, sin visión sistémica, sin atención a los límites de nuestros ecosistemas, y por tanto, considerando de forma manifiestamente errónea que la economía está muy lejos de ser un juego de suma cero. Y no lo es, pero se acerca. El problema más nuclear del capitalismo, que lo invalida desde su esencia, es que nunca ha tomado verdaderamente en cuenta en su estructura los insoslayables límites geográficos y ecológicos del planeta Tierra.
Y ese «virus» llamado colapso ecológico, que solo está en los inicios de su expansión, intensidad y letalidad, ya mata o degrada en el mundo sin embargo a mucha más gente de la que seguramente va a matar o a degradar el coronavirus. Pero la mayor parte de ellas son muertes y afecciones indirectas, canalizadas a través de una diversidad de enfermedades, de hambrunas por sequías e infertilidad de las tierras, de toxicidad alimentaria y contaminación atmosférica, de conflictos bélicos en lucha camuflada por los cada vez más escasos recursos, de mutación de los ecosistemas y propagación de nuevas epidemias, del espoleamiento de catástrofes «naturales» en forma de inundaciones, incendios o la acentuación de fenómenos meteorológicos extremos…
No puedo dejar de pensar en la pandemia del coronavirus como una involuntaria experiencia piloto, y como ligero simulacro de los cambios muy dolorosos y sustantivos que haremos por las malas. Porque el ser humano global nunca ha hecho cambios sustantivos hacia la restricción y la autolimitación por las buenas. Pareciera que nuestra mente está programada para la expansión, el desarrollo y el logro de nuevas metas, pero no para la contención consciente y adaptativa de esa expansión. La única diferencia verdaderamente fundamental que encuentro entre esta experiencia piloto y aquella a la que nos forzará el gran tiburón es que este se acerca de forma mucho más progresiva, insidiosa, camuflada… y por ello se presta mucho más a la negación, a la minimización o a la sorna. Bueno, hay otra diferencia que podría ser muy determinante: nadie se escapa al riesgo de un contagio vírico, pero quienes toman las grandes decisiones en el mundo son las personas más capacitadas para protegerse de un gran drama ecológico y confinarse en vidas acomodadas.
Ahora, durante la experiencia de la gran crisis sanitaria, se alzan muchas voces acusando a los gobiernos de reaccionar de manera tardía, de falta de valor, decisión y contundencia, de priorizar otros intereses particulares o partidistas por encima de las alarmas que muchos científicos ya nos lanzaban ante síntomas y datos incipientes, arriesgando con ello muchas vidas. ¿Haremos el mismo tipo de críticas, y nos mostraremos igualmente “lúcidos” cuando el colapso y la catástrofe ecológica sean ya innegables, indisimulables y de consecuencias manifiestamente dramáticas? Porque ahí si tendremos una verdadera pandemia sin precedentes, que nos es avisada desde hace años por la inmensa mayoría de científicos en caso de no hacer un frenazo drástico en nuestra dinámica de producción y consumo, orientándonos no solo hacia un mundo de energías renovables, sino hacia un mundo postcapitalista en su propia esencia, con un decrecimiento material inexcusable y una posterior economía estacionaria. Y aún así, ya solo estamos a tiempo de paliar, y no de evitar los daños. No tenemos por delante una profunda reforma del sistema neoliberal, sino un verdadero cambio paradigmático. Pero otra cosa nos enseña la experiencia del coronavirus: que cuando vemos las orejas al lobo, sí se puede hacer lo que se decía que no se podía. Se puede hacer todo, pero para ello se precisa conciencia, coherencia y determinación. La motivación y la determinación para imprimir cualquier cambio siempre proviene de la clara conciencia de las consecuencias.
Muchos califican estas previsiones de interesados o ignorantes mensajes apocalípticos. También se dijo esto acerca de las primeras alarmas contundentes sobre el coronavirus. Pero como señalaba en mi ensayo «El mundo necesita terapia» (2013), lo cierto es que a todos nos llega el apocalipsis en la hora de nuestra muerte, aunque no lo tomemos en cuenta ni queramos hablar de ello cuando nos sentimos jóvenes y sanos. Las afirmaciones nunca son apocalípticas “per se”, sino que están, como cualquier otra afirmación, sujetas a la evidencia para ser juzgadas.
Creo que lo que está en juego es si tomaremos la experiencia del coronavirus como una especie de mala gripe que hay que pasar en el curso de nuestra vida, o como una verdadera toma de conciencia de nuestra absoluta interdependencia global y de nuestra profunda vulnerabilidad ante las fuerzas de la naturaleza, especialmente cuando esta naturaleza que nos contiene no es adecuadamente comprendida, y cuando sus equilibrios básicos no son respetados.
La naturaleza y su ley.
Una ley que nos empeñamos en saltar o ningunear. No, no, no se puede, porque esa ley está por encima de todo este juego de artificio que ha creado el humano del primer mundo (que resbala y lapida a los del segundo y tercer mundo). Un juego de artificio que se devora a sí mismo de forma ignorante y tonta. Como aquel que mete la mano en el fuego y se sorprende por haberse quemado.
Solo somos una parte más de la naturaleza, no nos sintamos tan especiales o más especiales que cualquier otro ser vivo.
Cuando aparecieron los primeros casos de coronavirus pensé: la naturaleza tiene su ley y es la misma para todos los seres vivos. Un contagio funciona de un modo sencillo, a primera vista, entonces, qué dudas tenemos? Por qué no nos adaptamos a lo que nos llega y actuamos en consecuencia? Quizá porque nos sentimos tan especiales, invencibles e inteligentes, que creemos poder hacer frente a todo. Creemos que nuestra estabilidad económica y nuestras comodidades son inamovibles (y menos por un “simple virus”).
El hecho de que el humano tenga un cerebro más desarrollado que el resto de animales no ha servido de nada. Nos hemos comportado como rígidos creyentes de la religión humana. Incapaces de ver más allá de la causa-efecto. Todo lo que no sea directo, todo lo que no le pase a nuestro ombligo, se pierde ante la mirada corta del humano ignorante.
Una vez más, el humano sigue sin aprender. Sin entender que está integrado en la naturaleza. Me da pena que, cuando todo esto acabe, no se haya movido ni un solo hilo en las madejas mentales.
Gracias por tu texto, Pedro. Necesitaba escuchar algo así.
Totalmente de acuerdo contigo Julio.
Saludos cordiales.
En mi modesta opinión nos equivocamos cada vez que cargamos la responsabilidad en la sociedad, el sistema económico o los dirigentes, la parte de arriba de la pirámide no es más que el reflejo de la base, la estructura no cambiará sino parte de unos buenos cimientos, los dirigentes ni quieren ni pueden, el sistema económico capitalista es el que ha demostrado dar mejor respuesta a la demanda de las personas, y la sociedad somos todos y cada uno de nosotros, el cambio debe venir de abajo a arriba, de ahí la dificultad de que se produzca, enhorabuena Pedro por tu contribución a ese cambio con tus libros.