Solo en España hay una media de diez suicidios diarios. El suicidio está entre las tres primeras causas de muerte en el mundo, y ofrece cifras que van en aumento. Hasta donde podemos conocer, nunca hubo un índice de suicidios tan alto en la historia de la humanidad. Por si no se ha reparado en ello, tal cosa significa, además, que con toda probabilidad hay una cantidad ingente de personas que, sin consumar el suicidio, se encuentran en estados de sufrimiento y precariedad existencial que rozan ese límite.

En contraste con ello, este es un tema enormemente minimizado, desatendido no solo por los gobiernos, sino también por los medios de comunicación y por la mayor parte de los agentes culturales. La explicación no se encuentra solo en el manido (y demostradamente falso) argumento de que hablar de ello puede crear un efecto contagio, sino en motivaciones que intuyo bastante más complejas e inconfesables. Cuando se habla de suicidio, casi siempre se vincula con la depresión como causa fundamental, y en el mejor de los casos se apela a la necesidad de aumentar y mejorar los servicios de salud mental ante la detección de riesgo. Pero ni la depresión u otros trastornos mentales están detrás de muy buena parte de los suicidios, ni tales planteamientos profundizan apenas en lo que a su vez son las causas de esas depresiones u otros desajustes causales del suicidio. Poner etiquetas, más que ayudar, ofrece la tranquilidad del reduccionismo, y propicia así  una desatención a la multiplicidad de causas que escapan a los servicios de salud mental y que tienen que ver con tantos y tantos aspectos en nuestros modos de vida que funcionan, dramáticamente, de espaldas al conocimiento. Porque solemos vivir, actuar y pensar de maneras acordes a las verdades cultural y políticamente establecidas, que muy frecuentemente están de espaldas a las verdades científicas, menos complacientes.

¿Por qué se trata de un tema desatendido o minimizado? Me temo que, porque abordarlo con sensatez y profundo interés, llevaría a dinamitar muchas de esas verdades culturales y políticas, a cuestionar ampliamente nuestros sistemas de organización social, educativa, económica, política, legal… Ese no es un hueso que muchos vean con claridad, y si lo ven, no desean meterle el diente. Por eso aventuro que, incluso si empieza a hablarse más de esta problemática y a intentar diseñar mejores acciones preventivas, difícilmente pasarán de un abordaje simplista y prejuicioso que tendrá poco impacto real en las vergonzantes cifras.